Para los que tienen la suerte de ser padres y para los que serán algún día…!!!
Esta era una mañana como cualquier otra.
Yo, como siempre, me hallaba de mal humor. Te regañé porque te estabas tardando demasiado en desayunar, te grité porque no parabas de jugar con los cubiertos y te reprendí porque masticabas con la boca abierta.
Comenzaste a refunfuñar y entonces derramaste la leche sobre tu ropa. Furioso te levanté por el cabello y te empujé violentamente para que fueras a cambiarte de inmediato.
Camino a la escuela no hablaste. Sentado en el asiento del auto llevabas la mirada perdida.
Te despediste de mi tímidamente y yo sólo te advertí que no te portaras mal. Por la tarde, cuando regresé a casa después de un día de mucho trabajo, te encontré jugando en el jardín.
Llevabas puestos tus pantalones nuevos y estabas sucio y mojado. Frente a tus amiguitos te dije que debías cuidar la ropa y los zapatos, que parecía no interesarte mucho el sacrificio de tus padres para vestirte.
Te hice entrar a la casa para que te cambiaras de ropa y mientras marchabas delante de mi te indiqué que caminaras erguido.
Más tarde continuaste haciendo ruido y corriendo por toda la casa. A la hora de cenar arrojé la servilleta sobre la mesa y me puse de pie furioso porque no parabas de jugar.
Con un golpe sobre la mesa grité que no soportaba más ese escandalo y subí a mi cuarto.
Al poco rato mi ira comenzó a apagarse. Me di cuenta de que había exagerado mi postura y tuve el deseo de bajar para darte una caricia, pero no pude. ¿Cómo podía un padre, después de hacer tal escena de indignación, mostrarse sumiso y arrepentido?
Luego escuché unos golpecitos en la puerta. “Adelante” dije adivinando que eras tú. Abriste muy despacio y te detuviste indeciso en el umbral de la habitación.
Te miré con seriedad y pregunté: “¿Te vas a dormir?, ¿vienes a despedirte?” No contestaste. Caminaste lentamente con tus pequeños pasitos y sin que me lo esperara, aceleraste tu andar para echarte en mis brazos cariñosamente. Te abracé y con un nudo en la garganta percibí la ligereza de tu delgado cuerpecito. Tus manitas rodearon fuertemente mi cuello y me diste un beso suavemente en la mejilla. Sentí que mi alma se quebrantaba. “Hasta mañana papito” me dijiste.
Qué es lo que estaba haciendo? ¿Por qué me desesperaba tan fácilmente? Me había acostumbrado a tratarte como a una persona adulta, a exigirte como si fueras igual a mi y ciertamente no eras igual.
Tú tenías unas cualidades de las que yo carecía: eras legítimo, puro, bueno y sobre todo, sabías demostrar amor.
¿Por qué me costaba tanto trabajo?, ¿por qué tenía el hábito de estar siempre enojado? ¿Qué es lo que me estaba aburriendo?. ¡Yo también fui niño! ¿Cuándo fue que comencé a contaminarme?
Después de un rato entre a tu habitación y encendí una lámpara con cuidado. Dormías profundamente. Tu hermoso rostro estaba ruborizado, tu boca entreabierta, tu frente húmeda, tu aspecto indefenso como el de un bebé. Me incline para rozar con mis labios tu mejilla, respire tu aroma limpio y dulce. No pude contener el sollozo y cerré los ojos.
Una de mis lagrimas cayó en tu piel. No te inmutaste. Me puse de rodillas y te pedí perdón en silencio.
Te cubrí cuidadosamente con las cobijas y salí de la habitación. Si Dios me escucha y te permite vivir muchos años, algún día sabrás que los padres no somos perfectos, pero sobre todo, ojalá te des cuenta de que, pese a todos mis errores, te amo más que a mi vida.
El verdadero amor aparte de ser afectivo debe ser “efectivo”. El verdadero amor no sólo se dice, sino que se demuestra. En el caso de los hijos el amor debe ser uno tal que ayude a desarrollar el tesoro, los talentos que cada uno tiene. Se trata de descubrir quién es él o ella y apoyarlo/la positivamente, con reglas claras, para que se asome al mundo con confianza y que así pueda entregarle sus riquezas. Cada hijo, por pequeño que sea, tiene algo que regalar.
Démosles el espacio suficiente para que puedan crecer confiados en nuestro amor; sabiendo que equivocarse es parte de saber vivir y que por eso somos precisamente humanos. No queramos convertirlos en una prolongación de algún sueño nuestro porque corremos el riesgo de arruinar lo mejor que hay en ellos y, sin duda, nos perderemos de las grandes alegrías que da el saberlos seguros y libres, alegres y sencillos, cariñosos y confiados, al enfrentar la vida.