Se cuenta la historia del herrero que, después de una
juventud llena de excesos, decidió entregar su alma a Dios.
Durante muchos años trabajó con ahínco, practicó la
caridad, pero, a pesar de toda su dedicación, nada perecía andar bien en su
vida, muy por el contrario sus problemas y sus deudas se acumulaban día a día.
Una hermosa tarde, un amigo que lo visitaba, y que sentía
compasión por su situación difícil, le comentó:
- “Realmente es muy extraño que justamente después de
haber decidido volverte un hombre temeroso de Dios, tu vida haya comenzado a
empeorar. No deseo debilitar tu fe, pero a pesar de tus creencias en el mundo
espiritual, nada ha mejorado.”
El herrero no respondió enseguida, él ya había pensando
en eso muchas veces, sin entender lo que acontecía con su vida, sin embargo,
como no deseaba dejar al amigo sin respuesta, comenzó a hablar, y terminó por
encontrar la explicación que buscaba. He aquí lo que dijo el herrero:
- “En este taller yo recibo el acero aún sin trabajar, y
debo transformarlo en espadas. ¿Sabes tú cómo se hace esto? Primero, caliento
la chapa de acero a un calor infernal, hasta que se pone al rojo vivo,
enseguida, sin ninguna piedad, tomo el martillo más pesado y le aplico varios
golpes, hasta que la pieza adquiere la forma deseada. Luego la sumerjo en un
balde de agua fría, y el taller entero se llena con el ruido y el vapor, porque
la pieza estalla y grita a causa del violento cambio de temperatura. Tengo que
repetir este proceso hasta obtener la espada perfecta, una sola vez no es
suficiente.”
El herrero hizo una larga pausa, y siguió:
- “A veces, el acero que llega a mis manos no logra
soportar este tratamiento. El calor, los martillazos y el agua fría terminan
por llenarlo de rajaduras. En ese momento, me doy cuenta de que jamás se
transformará en una buena hoja de espada y entonces, simplemente lo dejo en la
montaña de fierro viejo que ves a la entrada de mi herrería.”
Hizo otra pausa más, y el herrero terminó:
- “Sé que Dios me está colocando en el fuego de las
aflicciones. Acepto los martillazos que la vida me da, y a veces me siento tan
frío e insensible como el agua que hace sufrir al acero. Pero la única cosa que
pienso es: Dios mío, no desistas, hasta que yo consiga tomar la forma que Tú
esperas de mí. Inténtalo de la manera que te parezca mejor, por el tiempo que
quieras, pero nunca me pongas en la montaña de fierro viejo de las almas.”
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