Dicen que a cierta edad las personas nos hacemos
invisibles, que nuestro protagonismo en la escena de la vida declina y que nos
volvemos inexistentes para un mundo en el que sólo cabe el ímpetu de los años
muy jóvenes, las figuras delgadas y espectaculares...
Yo no sé si me habré vuelto invisible para el mundo...
Es muy probable, pero nunca fui tan consciente de mi
existencia como ahora, nunca me sentí tan protagonista de mi vida, y nunca
disfruté tanto de cada momento de mi existencia.
Descubrí que no soy un príncipe de cuento de hadas.
(¡¡Por suerte!! debe ser muy aburrido)
Descubrí al ser humano que sencillamente soy, con sus
miserias y sus grandezas.
Descubrí que puedo permitirme el lujo de no ser perfecto,
de estar lleno de defectos, de tener debilidades, de equivocarme, de hacer
cosas indebidas, de no responder a las expectativas de los demás.
Y a pesar de ello.... ¡quererme mucho!
Cuando me miro al espejo ya no busco al que fui... Sonrío
al que soy...
Celebro la posibilidad de elegir, a cada instante quien
quiero SER,
me alegro del camino andado, de la experiencia que me
dieron estos años.
Asumo mis contradicciones. Valoro lo recorrido.
Tan mal no me fue... ¡Estoy acá!
¡Qué bien vivir sin la obsesión de la perfección!
Después de todo cuando decidí, que no quería la
perfección, comencé a accionar y a alcanzar objetivos, como bajar esos casi 45
kilos que tanto pesaban en mi vida!
¡Qué bien no sentir ese desasosiego permanente que
produce correr permanentemente buscando que todos te quieran!
¡¡¡Qué bueno está empezar a quererse y respetarse uno!!!
¡Qué maravilloso reconocer que la felicidad está tan
cerca nuestro, tan relacionada con nuestras búsquedas y nuestros mágicos
encuentros interiores!
¡Qué suerte haber comprendido que la magia y el poder no
están en el afuera, sino en mí!
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